Burnout electoral
Por Ignacio Imas, gerente asuntos públicos Imaginaccion
La Segunda / Columna de opinión
23 de abril 2025
¿Usted está cansado? Déjeme decirle que yo también. Estamos en un eterno loop electoral desde 2020, sin descanso. Hemos transitado por plebiscitos, elecciones locales, y culminaremos —esperemos— esto con la elección de quién será la cabeza de nuestro país por los próximos cuatro años. Estas más de 15 elecciones podrían parecer signo de una democracia vibrante. Sin embargo, por debajo se gesta una fatiga que impacta en el cada vez más escaso vínculo con nuestros representantes. Estamos frente a un burnout electoral.
No es una crisis de representación convencional, sino algo aún peor: una pérdida de sentido del acto democrático. Se dice que hemos perdido el interés por los asuntos públicos. Nada de eso: estamos cada vez más atentos, más informados, incluso más exigentes. Pero ya comenzamos a sentir que nuestra participación no genera resultados claros, ni produce cambios duraderos. Las decisiones políticas se han vuelto erráticas, las reformas se traban o retroceden, y los partidos insisten en imponer lógicas que parecen desconectadas de la sociedad.
Un síntoma evidente de esta desconexión es la proliferación de candidaturas impulsadas por las directivas partidarias que carecen de respaldo social, muchas veces como ejercicios de control interno más que como proyectos reales de país. La fragmentación de las primarias o su uso como moneda de cambio táctica no hacen más que agudizar la percepción de que se juega con las reglas según convenga. El electorado observa todo esto como si la política se hubiese convertido en una ficción ajena, con sus propios códigos, desconectados de las urgencias reales de la ciudadanía.
El burnout electoral no es solo cansancio. Es desafección emocional e institucional. El problema no es votar muchas veces, sino hacerlo sin saber por qué ni para qué.
Si a todo lo anterior adicionamos que existen personas que desean llegar a La Moneda diciéndonos que Cuba es una democracia alternativa, relativizan un golpe de Estado, o justifican fallecidos por pensar diferente, la sensación es que cualquier cosa puede ser dicha sin consecuencias. La democracia no solo requiere ritos institucionales, también necesita legitimidad emocional.
Los partidos tienen una responsabilidad que no pueden seguir eludiendo. Deben dejar de pensar las candidaturas como premios de consuelo o mecanismos de contención interna. Deben apostar por liderazgos con conexión real con la ciudadanía, capaces de encarnar ideas y generar confianza. Sin esto, la democracia liberal pierde valor, se transforma en un mero ejercicio donde vemos a partidos y liderazgos con realidades alteradas, acrecentando las desconfianzas. Corremos el riesgo de vaciar la democracia de contenido, reduciéndola a un ritual que la gente realiza por costumbre o resignación