Reformas políticas: buenas intenciones, malos resultados.
Por Ignacio Imas, gerente asuntos públicos Imaginaccion
Ex – Ante / Columna de opinión
18 de junio 2025
Es urgente repensar el enfoque de las reformas, de las analizadas estos días y las futuras. Más que avanzar en nuevas soluciones para corregir síntomas negativos, juntando votos en el pirquineo legislativo, tendremos que evaluar de forma más rigurosa lo que haremos.
En el debate actual sobre la reforma al sistema político y electoral, debemos ser claros: hoy no tiene viabilidad alguna. No existen incentivos reales para que los actores políticos impulsen cambios que reduzcan la fragmentación partidaria o modifiquen la forma en que se elige al Congreso. Esta ausencia de voluntad convierte el debate en una discusión estéril.
En lugar de eso, conviene analizar los efectos de las reformas ya implementadas, cuyos resultados, en varios casos, han sido negativos a largo plazo. De esa reflexión pueden extraerse algunas lecciones sobre los riesgos de legislar movidos únicamente por buenas intenciones.
La reforma que estableció la elección directa de los consejeros regionales y gobernadores buscaba dotar de mayor legitimidad democrática a instancias que antes no tenían. No obstante, esta expectativa se ha desvanecido en la práctica.
Los consejeros, que antes eran electos de manera indirecta, poseen bajísimo nivel de conocimiento, y la ciudadanía tiene un desinterés sobre su figura. Prueba de esto, son las altas cifras de nulos y blancos en sus elecciones. Mientras tanto, continúan administrando importantes fondos y poseen la misión de fiscalizar al gobernador.
Por su parte, el caso de los gobernadores regionales es aún más complejo. Aunque fueron creados para reemplazar al intendente y dar mayor autonomía territorial, sus atribuciones siguen siendo difusas.
La falta de una ley que crea una serie de nuevas funciones ha generado tensiones con el nivel central y con el Congreso, que percibe en ellos una amenaza a su influencia territorial. Además, se ha demostrado que la elección directa no ha mejorado necesariamente los estándares de probidad o transparencia, contrariamente a lo prometido. En la práctica, se han creado dos nuevas autoridades con alto poder y escasa rendición de cuentas.
La sustitución del sistema binominal fue impulsada por grupos que deseaban ser representados, pero también por sectores que buscaban una mayor pluralidad en el Congreso. Se buscaba superar un modelo heredado de la dictadura que sobrerrepresentaba a las segundas mayorías.
Sin embargo, el sistema proporcional con baja barrera de entrada que lo reemplazó ha generado una creciente fragmentación partidaria. Para viabilizar su aprobación, se flexibilizaron las reglas de constitución de partidos, lo que incentivó la creación de colectividades pequeñas, muchas de ellas sin base social ni vocación de largo plazo.
El resultado es un Congreso más fragmentado, polarizado y con menores capacidades de negociación y gobernabilidad. Y ¡Oh paradoja! con una menor disposición a reformar nuevamente el sistema que los llevó al poder. Pasamos de buscar mitigar la subrepresentación, a una atomización que parece sin límites.
Tras el primer proceso constituyente y el alza en la participación electoral, se instauró el régimen de inscripción automática y voto obligatorio como una forma de fortalecer la democracia. Sin embargo, esta medida obliga a participar a millones de personas que desconfían profundamente de las instituciones políticas.
En vez de abordar las causas del desinterés —como la falta de representación, la fragmentación del sistema y la crisis de confianza—, se optó por imponer la participación. Prueba de aquello, fue el rechazo a la segunda propuesta constitucional. Se expuso que las personas desean lineamientos moderados, por eso su rechazo, prefiero interpretarlo como una negativa a cualquier idea que tenga la elite. Hoy, las candidaturas presidenciales no son justamente las más moderadas.
Esto combinado con el financiamiento público de la política, ha incentivado la creación de partidos y candidaturas que se han convertido en verdaderos emprendimientos personales más que proyectos programáticos basados en ideologías de largo plazo. Se institucionalizó así una política cada vez más instrumental. Tal vez malinterpretamos el descontento.
La ley que limitó la reelección de parlamentarios se tramitó con premura en el contexto de la crisis social de 2019. Fue una respuesta a la presión ciudadana, pero sin un análisis serio de sus consecuencias. En la práctica, ha contribuido a una política menos profesional y con menor experiencia legislativa. El recambio no ha traído necesariamente renovación, ni mejora en la calidad de la representación, sino una pérdida de capital técnico. Se transformó en una solución de corte populista y precipitada.
La combinación de estas reformas —bien intencionadas, pero mal ejecutadas— ha abierto la puerta a la polarización, el populismo y el debilitamiento institucional. Peor aún, se ha reducido la barrera para modificar la Constitución, lo que podría facilitar cambios estructurales sin los necesarios contrapesos democráticos. Es cierto que estos fenómenos no son exclusivos de Chile, pero cuando las reglas del juego refuerzan estas tendencias, es más difícil resistirlas.
Entonces, es urgente repensar el enfoque de las reformas, de las analizadas estos días y las futuras. Más que avanzar en nuevas soluciones para corregir síntomas negativos, juntando votos en el pirquineo legislativo, tendremos que evaluar de forma más rigurosa lo que haremos.