La muerte de la democracia
Por Ignacio Imas, gerente asuntos públicos Imaginaccion
La Segunda / Columna de opinión
1 de octubre 2025
La democracia no está siendo derrocada. Está muriendo, sí, pero sin escándalos ni sobresaltos. Desaparece con lentitud, como esas cosas que dejamos de ver no porque se escondan, sino porque hemos dejado de prestar atención. Y lo más inquietante: no sólo somos testigos, también somos cómplices. No me refiero al régimen político formal —que, con más o menos grietas, sigue en pie—, sino a la experiencia democrática: ese espacio frágil en que distintos conviven, en que se construye lo común desde la diferencia, en que el desacuerdo no es un riesgo, sino una posibilidad. Hoy, esa experiencia se está vaciando. La democracia se está volviendo irrelevante. Y ese deterioro tiene algunas causas. Hemos elitizado el debate. Las conversación sobre el mejoramiento de las democracias se ha vuelto ininteligible, restringiéndolas a círculos académicos y élites. El ciudadano ha dejado de ser destinatario de los mensajes, el saber técnico se ha desarraigado y, por tanto, la política se ha desconectado de la vida concreta. Otro motivo, más incómodo, es la hipocresía. Decimos valorar la democracia, pero toleramos a quienes la degradan. Nos indignamos cuando alguien miente, pero lo aceptamos con nuestro silencio u omisión.
Permitimos que se instale la desinformación como parte del juego, y luego nos sorprendemos cuando el resultado es desconfianza o apatía. Esta contradicción se ha vuelto estructural. Queremos instituciones sólidas, pero nos fascinan las polémicas. Hablamos de participación, pero tratamos el espacio público como una trinchera. Tal hipocresía ha transitado a esa abulia social generalizada: no importa cómo gobiernen, sino el logro de los objetivos. Mientras, surgen liderazgos que no prometen convivir sino vencer, a través de la política de adversario. Y frente a ese lenguaje binario, los matices democráticos parecen débiles. La democracia es lenta, exige escucha, requiere acuerdos. Pero hoy todo eso se percibe como signo de debilidad. Particularmente inquietante en este proceso es la falta de duelo. Nadie parece lamentar la pérdida. Más bien la aceptamos como algo inevitable: que la política sea un espectáculo, los partidos ya no representen y las instituciones funcionen por inercia.
Y cuando algo se vuelve normal, deja de preocuparnos. ¿Es posible revertir esta tendencia? Tal vez. Pero no bastan reformas normativas. Lo que necesitamos es una ética democrática cotidiana: formas de habitar lo público que no estén marcadas por el cálculo o el desprecio. Necesitamos recuperar el valor del desacuerdo, la lentitud del diálogo, la posibilidad de cambiar de opinión sin ser cancelado. No escribo esto para advertir de nombres propios, porque las personas continuarán pasando, pero esa pulsión pesimista seguramente se agudizará. Lo que nos quedará es un modelo de democracia hueca. Con apariencia de vida, pero muerta por dentro.